
Dejemos a las madres en paz
Llegan los Carnavales, y se hace viral el vídeo de una madre cuya hija, vegana, se ha encontrado con el mandato por parte de la escuela de que debe ir vestida de pescadora.
Las reacciones son inmediatas y muy claras: está adoctrinando a su hija (exacto: forma parte del maravilloso tinglado de educar a una criatura), y, sobre todo, es una exagerada.
Cero sorpresas aquí: cualquiera que pasee por redes sociales puede ver regularmente cómo se señala como excesiva casi cualquier acción que una madre comparta en sus perfiles.
¿Se vuelven locas las madres?
Cuando las madres llegan a consulta un porcentaje enorme de ellas están preocupadas “porque se están volviendo locas”.
Las primeras preguntas ahí son claves: qué es “estar loca” y, sobre todo, quién las está llamando locas.
Las locas, históricamente, son las incontrolables. Podría estar hablando de esto durante horas pero lo voy a dejar aquí y me limitaré a recomendar la lectura de Mujeres y locura, de Phillys Chesler.
[Hago un inciso aquí porque voy a hablar de mujeres cis y de la función maternal; algo que no se corresponde con la realidad de todas las personas ni de todas las familias. No creo en los esencialismos y desde luego no creo que la biología pueda usarse como excusa para negar los derechos de nadie. Léanse, por tanto, los siguientes párrafos como generalidades y no como verdades absolutas o excluyentes.]
Las locas son las histéricas, las que se dejan llevar por su útero; oh, vaya, qué casualidad. Después del por qué dan tanto miedo nuestras tetas (ojalá fuera después, porque estamos también en plena polémica sobre los pezones, por enésima vez) podríamos empezar a plantearnos a qué llamamos furia uterina y por qué parece tan importante controlarla.
Nos dejamos llevar por nuestros úteros cuando vivimos libremente nuestro deseo. Cuando entendemos que somos seres sociales, sí, pero también animales mamíferos, con sus torrentes hormonales. Cuando la fisiología nos empuja de aquí para allá y entendemos que ese motor no necesariamente debe ser castigado o reconducido, sino a veces, simplemente, escuchado.
Una mujer con deseo sexual es una herramienta para la supervivencia de la especie (y en base a eso hay quien cree que el grupo tiene derecho a elegir hacia dónde se orienta dicho deseo): en contra de lo que se suele creer, ni siquiera los óvulos son células pasivas a la espera de que un heroico espermatozoide les despierte con un beso: el deseo facilita la fecundación.
A lo largo del embarazo, gestante y embrión deben funcionar como un equipo: en situaciones donde se interpreta que la gestación es una amenaza para la supervivencia materna (desnutrición, estrés ambiental…) es menos probable que llegue a término. El deseo de maternar es, por tanto, una clave importante para la reproducción (pero eso no es motivo para imponerlo o controlarlo puesto que sigue siendo una decisión individual: será ella quien se haga cargo de las consecuencias).
Una vez nacida la criatura, como animalito indefenso que es, necesita la protección constante de una persona adulta. Para ello, en palabras de Urie Bronfenbrenner: “Alguien tiene que estar loco por el bebé”.
Así que sí, menos mal: existe una predisposición biológica al enamoramiento hacia el bebé, sin la cual sería insoportable la responsabilidad que supone hacerse cargo de una tarea tan extraordinariamente demandante.
Cuando nos enamoramos de alguien, “nos volvemos locas”. No nos apetece comer, no nos apetece dormir, la cotidianidad parece una marcianada: qué hago trabajando, solo quiero estar junto a esta persona, olerla, tocarla, abrazarla, besarla.
Esta locura transitoria a la que le hemos dedicado la mayor parte de la producción cultural desde que se impuso la idea de amor romántico sin embargo nos parece “exagerada” y “ridícula” cuando se trata de una madre, cuando sin ella las probabilidades de que un bebé tenga un desarrollo sano disminuyen.
¿Por qué se sienten locas las madres?
Y así, poco a poco, se van señalando como inadecuadas e incorrectas conductas que tienen todo el sentido.
Que a una puérpera se la lleven los demonios cuando la gente toca a su bebé es algo esperable: una criatura con un sistema inmune tan frágil está expuesta a todo tipo de riesgos cuando la gente la toca o la besa. Cuando acabamos de nacer solo conocemos el cuerpo que nos ha gestado y nos sabemos vulnerables: a menudo alejarnos de este es una fuente de estrés.
Que a una madre no le apetezca dejar a su bebé en una guardería es algo esperable: otra cosa es que hayamos construido una sociedad en la que esa elección suponga más beneficios que desventajas (porque los horarios laborales son un despropósito, porque criamos en una soledad tal que no hay forma de tener tiempo para una misma sin ello, porque…).
Que a quienes se esfuerzan por establecer los cimientos de su nueva familia (rutinas, hábitos, prioridades, límites, reglas, principios) se las cuestione de manera sistemática es una forma de invalidar sus criterios. Un intento de disciplinarlas. Una negación de su autonomía.
En un momento vital de extrema vulnerabilidad psicológica (con las emociones a flor de piel, con la necesidad de ajustarse a un nuevo ciclo vital, con los apoyos sociales frecuentemente desmantelados y con sistemas de creencias en crisis respecto a quién soy, qué quiero, qué sé hacer…) se pretenden imponer normas y mandatos desde la seguridad de quien no está cuestionándose nada y desde el desconocimiento de qué necesita esa familia como sistema y cada uno de sus miembros individualmente.
Con la crianza no solo nace un bebé: nacen también las adultas de la familia en su nuevo rol como proveedoras de cuidado; y esas madres y padres que se están descubriendo, recién nacidas, también necesitan espacio y respeto, por un lado; y cariño y cuidados, del otro.
Que no seamos capaces de cuidar sin invadir es un problema nuestro, no de quienes necesitan un apoyo que no niegue su capacidad de tomar decisiones o de poner límites.
¿A quién beneficia tu opinión?
Frente a esta situación lo que encontramos a menudo es el panorama contrario: cualquier decisión que se toma es cuestionada.
Los paradigmas de crianza o educación han cambiado tan radicalmente en las últimas décadas como cualquier otra cosa: no vivimos en un mundo ni remotamente parecido al de las generaciones anteriores.
Si chocamos en esferas como la laboral o incluso en interminables, agotadoras y repetitivas discusiones sobre estilos de vida y decisiones de consumo, nos falta un equivalente al OK boomer para todas aquellas opiniones que se usan como armas arrojadizas contra quienes están dejándose la piel en el cuidado y la educación de sus criaturas.
El problema no es solo si entendemos que una familia vegana está viendo comprometidas sus creencias morales y éticas a través de la imposición de un disfraz de carnaval (que también: por supuesto que el veganismo es una cuestión ética y que esta no vaya asociada a lo religioso no debería implicar un menor respeto). El problema es que creamos que ese es nuestro problema. Porque no lo es.
A título personal, intento recordarme a mí misma que hay algo hermoso en ese impulso a meternos constantemente en crianzas ajenas: intento comprenderlo como una de las formas en que se expresa algo que sí creo que es cierto: las criaturas son una responsabilidad colectiva, y no simplemente individual.
Pero es que preocuparnos como sociedad de aquello que afecta a la infancia no puede convertirse en gestos que hagan que quienes se están ocupando de ellas se sientan cada vez más inseguras, más solas, más frustradas y más tristes.
¿Queremos infancias felices? ¿Queremos criaturas sanas, protegidas y amadas? Hay algo muy fácil que podemos empezar a hacer hoy: cambiar el “Lo que tú necesitas es…” por el “¿Qué necesitas?”
Etiqueta:aprender a ser padres, crianza, opiniones no solicitadas