
Cuentos para educar, cuentos para disfrutar
He leído a muchas madres comentarlo en los últimos años: estamos abusando de los títulos educativos.
Los cuentos infantiles siempre han tenido una función educativa. Antes eran más crudos porque la infancia estaba más expuesta a la violencia física, y ahí han quedado los cuentos para atestiguarlo: lobos que devoran corderos y abuelas, que acosan a las niñas que se atreven a ir solas por el bosque; criaturas abandonadas o amenazadas de muerte por quienes debían cuidarles y otras tantas parábolas que pretendían enseñarnos lo antes posible que el mundo era un lugar hostil y peligroso y que era nuestra responsabilidad mantenernos a salvo.
Leyendo estos días No puedo más de Anne Helen Petersen, que reflexiona sobre cómo las infancias de los millennials nos preparaban en exceso para nuestra vida profesional a través de una serie de extraescolares planificadas para mejorar nuestra empleabilidad (idiomas, tecnología, e incluso actividades deportivas conceptualizadas como forma de mejorar nuestras capacidades de trabajar en equipo o afrontar la frustración) pienso en qué clase de cuentos tenía en mis primeros años, y recuerdo, efectivamente, multitud de libros de “ciencia para niños”, enciclopedias en miniatura, títulos bilingües.
En estos tiempos de eso que a menudo se llama con mala intención “crianza intensiva”, en los que se tienen pocas criaturas, en los que se pueden garantizar, mayoritariamente, su seguridad y sus necesidades básicas, en los que hay servicios públicos para intervenir en casos de maltrato o negligencia; en los que quienes estamos criando somos aquellos millennials, hoy quemados, que queremos que nuestras criaturas disfruten y no solo aprendan… las temáticas omnipresentes tienen que ver con nuestra gran carencia educativa: la educación emocional.

El monstruo de los colores se vende en formato mochila, peluche, muñeco de goma; incluso decora las paredes de multitud de escuelas infantiles. Tenemos una meta clara: nuestras criaturas serán capaces de detectar y regular sus emociones, porque somos muy conscientes, sobre todo ahora con tanta presencia de la salud mental en el discurso mediático, de la falta que nos hace a quienes hoy somos adultos dominar ese registro. Y así, usamos con ellas cuentos para que no les dominen sus enfados, o para que aprendan a enfrentarse a sus miedos.
El otro gran reto de nuestra época es garantizar la convivencia en entornos diversos. Por fin nos hemos plantado contra la violencia: sabemos que no existe la bofetada a tiempo y que las “cosas de críos” son más bien acoso escolar y requieren una tolerancia cero para dejar de considerarse conductas aceptables cuanto antes. Que los prejuicios que conducen a la discriminación se siembran en la infancia y que por tanto es en esta edad donde una educación en valores, en respeto, en la que dejemos claro que las únicas personas que no caben en nuestras aulas son las intolerantes y que nadie se ríe de nadie puede suponer un cambio real en el futuro inmediato.
Esto se refleja también en el tipo de libros que vemos en los escaparates de las librerías, donde se buscan prevenir lacras sociales como el abuso sexual en la infancia o la violencia de género a través de una educación igualitaria.
Y todo esto es maravilloso porque efectivamente la forma natural de aprender es a través del juego, las historias, el movimiento. Sin embargo, ¿qué hay de la diversión?
Toda criatura expuesta a un libro, a una canción, a un juego, aprenderá algo. Y es natural que queramos asegurarnos de que ese aprendizaje se ajuste a la educación que queremos darle. Pero algo que también debemos aprender desde la infancia es a divertirnos, a recrearnos, a pasarlo bien. Nada más y nada menos.
Y por eso, la verdad, me encanta que uno de los libros favoritos de mi hijo hable, simplemente… de pedos.
Etiqueta:educación emocional, libros infantiles