
Cuidar del padre
El otro día le leía a una puérpera indignarse (con razón) porque le habían dicho que se cuidase mucho y cuidase del bebé… Pero sin olvidarse de cuidar al padre.
El caso es que hay una cierta verdad en que no hay que olvidarse de cuidar al padre. La cuestión es quién debe hacerlo, y cuándo. Porque las necesidades de la familia no son siempre las mismas, y es importante que todos sus miembros tengan recursos para atenderlas… al mismo tiempo.
Este equilibrio a menudo parece imposible; y suele tener que ver con que, en circunstancias normales, es efectivamente la madre quien cuida del padre. Esto es precioso y sanísimo cuando es recíproco; pero parte de esa reciprocidad tiene que ver con entender cuándo no puede hacerlo.
¿Qué les pasa a los padres?
Hablo de padres, en esta ocasión, y no de parejas de la madre, porque creo que hay una serie de dificultades en la paternidad que se añaden a las que tiene una maternidad como pareja de gestante.
Por igualitarios que queramos ser, cuando nacemos solo conocemos un cuerpo: en el que nos hemos gestado, del que hemos nacido. Por eso, en los primeros meses de vida, esa persona es absolutamente fundamental, no intercambiable.
En los primeros meses de vida no estamos, aún, socializados. No vemos roles. Es más: ni siquiera vemos a nuestra madre. Es una parte de nosotros mismos, una extensión de nuestro ser: la garantía única y última de nuestra supervivencia.
Y esto va a ser así hasta que acabe la exterogestación y empecemos a entender que mamá es una persona distinta a nosotros (lo cual es terrorífico, porque implica que puede marcharse: y de ahí la aparición de la ansiedad por separación en ese momento del desarrollo).
Por eso, cuando acaba de nacer nuestra criatura y por fin vamos a conocerla… puede que lo primero que sintamos, si no la hemos parido, es que somos su segundo plato. Y no solo eso: también lo somos para nuestra pareja, que está inmersa en esa misma fusión: que es consciente de ese papel principal y ya lo está ejerciendo.
No es extraño que ante esta sensación aparezcan reproches que aumentan el malestar de la madre: las demandas de atención e intimidad pueden hacer que ella sienta que el padre no se quiere implicar en la crianza, cuando puede ser que, simplemente, no sabe cómo hacerlo.
Y como esta situación no se plantee de forma compasiva y asertiva, puede empezar a abrirse una brecha en la pareja que va a costar atender entre las noches en vela, las interrupciones frecuentes, las injerencias externas y el desconcierto de uno y otro.
A ser un buen padre se aprende… paternando
Si no comprendemos que “el hábitat del recién nacido es el cuerpo de su madre”, y el papel que queremos jugar es el de sustitutos de ese hábitat en lugar de apoyo de esa unidad que forman madre y bebé, es muy probable que nos sintamos torpes. Poco útiles. Cuando, precisamente en el caso de la masculinidad, la habilidad, la resolución de problemas, suelen ser cualidades muy ligadas a la propia identidad. No es extraño que sean más orgullosos que las mujeres, que les cueste más trabajo pedir ayuda.
También, como señala Almudena Hernando en su obra (que no me canso de recomendar), las mujeres suelen tener una identidad más relacional: se entienden a sí mismas como parte de una red, como hijas, como amigas, como parejas; ahora, como madres. El cambio puede ser más sencillo (y aun así, ¡es muy difícil!) cuando tienes más consciencia de esa interdependencia, cuando estás acostumbrada a cuidar de los vínculos.
La identidad masculina, en cambio, se suele construir alrededor de una idea de independencia que no es muy realista; y que de hecho durante la crianza genera mucha frustración; porque una cosa es haber escuchado mil veces que “para criar a un niño hace falta una tribu” y otra asumir que no somos capaces de cuidar a nuestra criatura en solitario…
Sobre todo si nos empeñamos en pensar que eso tiene que ver con nuestra capacidad, cuando no es más que una cuestión de supervivencia: las personas somos una especie que sobrevive en grupos, no como individuos aislados.
La masculinidad tradicional ha idealizado la figura del Robinson: el héroe que se apaña con sus propios recursos y no necesita nada ni a nadie. En la práctica, esos hombres tradicionales lo que tenían era una fortísima estructura de cuidados tras de sí.
Tras cada hombre hecho a sí mismo había una o varias mujeres gestionando las tareas de cuidado que permitían que ese hombre se centrase en su proyecto (empresarial, creativo, científico…). Eso nos pesa mucho ahora, cuando intentamos conciliar la carrera profesional de dos adultos, con sus jornadas “extensivas”, los cuidados que necesita un hogar y los intereses personales de cada uno de ellos fuera del trabajo, la pareja y la familia.
Nuestra cultura tiene poca paciencia para los aprendizajes: nos hemos acostumbrado tanto a la inmediatez que se nos olvida que nadie nace sabiendo.
También la madre está aprendiendo a maternar; lo que pasa es que idealizamos a las madres de tal forma que creemos que su instinto es infalible y que lo hacen todo bien y sin dudas… cuando frecuentemente lo que pasa es que no se les concede ese espacio para dudar y se las obliga a lanzarse a la piscina; y así es como van aprendiendo, en el hacer.
Mientras ellas aprenden, sus parejas, a menudo ignoradas ya desde los cursos de preparación al parto, parecen no encontrar qué hacer. En esa indefensión aprendida, no se cultiva la mirada curiosa que hace falta para aprender: no se detectan las nuevas tareas, los signos que anticipan una rabieta, o las herramientas que permiten evitarla… porque no se está pendiente.
Por otra parte, tampoco tienen un modelo de referencia. Aunque siempre ha habido excepciones, estamos ante las primeras generaciones de padres que se plantean la crianza como una responsabilidad compartida al 50%. Tristemente, la mayoría de los padres no quieren parecerse a su propio padre, ¡e incluso a ningún otro que hayan conocido!
Van construyendo al mismo tiempo el padre que son y el que quieren ser; y si bien eso a veces les permite vivir con menos peso de las expectativas del que suelen sentir las madres, que a menudo tienen un modelo de crianza ideal más claro (y se frustran al ver que no consiguen ponerlo en práctica siempre) también les genera mucha incertidumbre… que pueden no tener con quién compartir.
¿Quién cuida al padre?
Si una de las emociones más frecuentes en el puerperio es la sensación de soledad, ¿qué le pasa al padre en esos primeros meses? A menudo, las relaciones amistosas entre hombres se describen como más superficiales, en el sentido de que no facilitan el apoyo emocional que sí procuran ofrecerse las amigas.
Está bastante demostrado que los grupos de madres tienen un efecto protector ante las emociones más negativas durante el embarazo o la crianza. Muchas madres, si no consiguen que sus amigas terminen de conectar con todos los cambios que están viviendo, buscan un nuevo grupo con el que sí tengan vivencias y miradas en común; y esas comadres se sostienen unas a otras. Pero, ¿y los grupos de padres?
¿Con quién habla ese padre cuando está realmente mal? No cuando está enfadado, que es de las pocas expresiones emocionales que se pueden expresar con libertad en la masculinidad tradicional. Cuando está triste, cuando está confuso, cuando algo le conmueve o le enternece… ¿A quién se lo cuenta?
No es extraño que muchos de ellos solo tengan esa intimidad emocional con su pareja. ¿Y qué pasa, entonces, cuando esa pareja está en plena fusión emocional con el bebé, desbordada por sus propias vivencias, agotada tras el enorme esfuerzo físico y psicológico de la gestación, el parto y la lactancia?
¿Con quién hablar de que tienes miedo de no estar a la altura, cuando precisamente lo que temes es que tu pareja lo note? ¿O de que echas de menos el sexo, pero sin querer presionarla porque entiendes que vuestros deseos se han desacompasado? ¿O de que estás agotado de su familia de origen orbitando a vuestro alrededor, por más que entiendas que ella necesita y agradece sus cuidados?
A veces, la pareja se puede beneficiar mucho de encontrar el valor para tener conversaciones que pueden no ser cómodas o agradables, pero sí ayudar a sentar las bases para que el futuro de la familia lo sea. La llegada de una criatura es un momento de renegociar acuerdos, de encontrar nuevas reglas, de instaurar tradiciones. La pareja se reestructura, se convierte en familia; los límites cambian, las necesidades también… Y sí, hay que hablarlo.
Pero también hay conversaciones “improductivas”: el legítimo derecho a la pataleta. A no elegir las palabras con cuidado, a expresar de forma poco asertiva un malestar. Lo que no es tan legítimo es hacerlo frente a alguien que puede resultar dañado.
Todas las personas necesitamos un espacio propio donde desahogarnos. Alguien que se ponga de nuestro lado, incluso cuando no tenemos razón, antes de decirnos que es probable que queramos cambiar de postura (o que nos va a tocar hacerlo sin querer, por un bien mayor). Generalmente, ese espacio seguro es más frecuente entre las madres que entre los padres. Si, aun así, ellas se sienten solas, ¿cómo no se sentirán ellos?
Apoyar a los padres recientes
En definitiva: por supuesto que los padres necesitan también ayuda y apoyo. Aunque no tengan sobre los hombros la carga física del embarazo, el parto o la lactancia, precisamente por eso a veces el trabajo psíquico de transformarse en padre puede resultar abrumador, parecer menos natural, generar más dudas sobre si se conseguirá o no.
Muchas veces esa posición de apoyo a la diada madre-bebé es difícil por lo invisibilizada que resulta. Aún estamos, como sociedad, tan fascinados por la incorporación de los padres a la crianza responsable que no es raro ver que una tarea que se da por sentada en las madres en los padres se celebra y aplaude como si fuera un hecho heroico.
Pero incluso eso puede ser complejo de asumir: toda esa atención puede resultar incómoda o entrometerse en el proceso de ajuste, señalando la falta de reconocimiento… e impidiendo que se reconozca toda la carga invisible que también la pareja está soportando; la mayoría del trabajo de cuidados tiene todavía ese escaso valor percibido.
La dificultad para hablar de todas estas cuestiones en sus entornos de confianza puede hacer que sus expectativas respecto a los primeros meses de paternidad fueran poco realistas: no son pocos los casos en los que les resulta difícil asumir que los horarios no son los que eran, que las responsabilidades son muy diferentes, y que hay que sacrificar algunas cuestiones durante estos momentos para poder atender las necesidades, más urgentes, de la criatura recién nacida.
Encontrar nuevas formas de atender las necesidades propias en ese contexto no es fácil; ni para las madres, ni para los padres. Pero quizá precisamente porque esos momentos de conexión íntima y genuina con las amistades son más difíciles para ellos, es fundamental alentarlos.
Hacen falta espacios propios para los padres; pero también hace falta que encuentren una forma de que estos espacios no se conviertan en formas de esquivar su tiempo en familia, como para las generaciones anteriores de padres fueron el exceso de horas de trabajo o las escapadas al bar.
Ciertamente el equilibrio entre el tiempo de trabajo y el de ocio y autocuidado parece imposible en los tiempos que corren; pero el esfuerzo que se invierte en conseguirlo, aunque sea mediante pequeños momentos, da resultado; y el bienestar de cada miembro de la familia, por separado, redunda en el bienestar del sistema como conjunto.
Los padres tienen tarea: deben encontrarse a sí mismos en este nuevo papel; ser conscientes de que su falta de protagonismo en las primeras etapas de la vida del bebé no implica que puedan desentenderse; descubrir qué ajustes necesita su gestión del tiempo de trabajo y ocio para encontrar el tiempo para esa nueva familia que están creando; y, en muchas ocasiones, aprender a regular y expresar sus emociones, un aprendizaje que no es raro que se les haya negado desde la infancia.
Aprender a escucharse, a entenderse y a expresarse es algo que solemos hacer mejor en el vínculo con los demás. Si en estos momentos la pareja no es la persona adecuada con la que explorar ciertas cuestiones, ¿quién puede serlo? Encontrar con quién hablar de estas cuestiones (ayuda profesional, si crees que la necesitas, pero por supuesto y en cualquier caso una red de apoyo de amistades o familiares) para no sobrecargar a la madre con la responsabilidad de gestionar las emociones de toda la familia puede ser un regalo para toda la vida. ¿Por qué no hacértelo este año?